La Casa del Judío estaba situada
frente a la iglesia parroquial del Salvador, concretamente por la puerta
lateral de la Epístola. Este edificio tiene una historia muy particular y
también era conocido por Casa de los
Duendes o Casa de las Lágrimas y
hasta tal punto era aborrecida por los pedrocheños que los niños echaban a
correr cuando pasaban ante la vivienda.
En
esta casa vivió hace muchísimos años un judío llamado Malogrado. Era alto de
estatura, feo, encorvado y con un color verdoso de cara. A decir de los que le
visitaban, no le lucía nada el mucho dinero que manejaba. Como buen judío se
dedicaba a comprar, vender y prestar dinero, con tanta usura que al rendirle
cuentas sus deudores le entregaban no solo sus animales, joyas o ajuares, sino
también los sudores de su trabajo. Eran tales las penas que aquella vivienda
provocaba entre los vecinos que de ahí el nombre de Casa de las Lágrimas.
Un
día de invierno, los vecinos notaron que la casa del usurero no se abría como
de costumbre, por lo que forzaron la puerta y encontraron a Malogrado en el
sótano, muerto de frío mientras contaba el dinero, sentado sobre un aparejo.
Al
poco tiempo se presentó en el pueblo Moisés, hijo de Malogrado, que regresaba
de un viaje a Toledo en compañía de su hija, Estrella. La muchacha tenía entre
quince y dieciséis años; a decir de los mozos del pueblo estaba hecha de
canela, menta y rosa de lo guapa y graciosa que era. Tenía los ojos azules,
alta, blanca como la nieve y los cabellos rubios como los rayos del sol.
Estrella llevó la alegría a aquella casa tan lúgubre y triste. Los muchachos ya
no corrían al pasar por la puerta de aquella casa, al contrario, los jóvenes
pasaban a todas horas por la vivienda y por las noches solían juntarse en la
puerta del cementerio viejo para obsequiarla con sus serenatas. Entre todos
destacaba Aristeo, que era el hijo del sepulturero.
Moisés
estaba amargado porque creía que su padre le había dejado una fortuna, pero lo
que se encontró fue una casa destrozada y saqueada por quienes habían sido
deudores de Malogrado. Como buen judío, Moisés no se amilanó ante la adversidad
y ejerciendo el oficio de guarnicionero volvió a crearse una fortuna suficiente
para pasar sus días sin dificultades económicas. Estrella, por su parte,
llenaba su martirizado corazón supliendo el cariño de su esposa Débora, que
había muerto cuando su hija contaba solo dos años de edad.
Pero
la desgracia acecha a Moisés; un grupo de judíos cuchichean indignados, parece
que una nueva maldición se avecina sobre su raza. Estrella, la gloria del
barrio judío, la alegría y el honor de su padre y de cuantos la conocen, está
enamorada de Aristeo y está dispuesta a recibir las aguas del bautismo para
poder contraer matrimonio cristiano.
La
indignación y la rabia corroen a los judíos de Pedroche. Piensan que es
intolerable que un cristiano se despose co n la flor de la estirpe descendiente
de David y ni los consejos del anciano rabino de la sinagoga pedrocheña hacen
desistir a Estrella de la decisión que ha tomado.
En
el lugar junto al Torreón y al lado de la puerta de la villa se encuentra El
Calvario, un montículo coronado años después por tres cruces, que representan
la crucifixión de Cristo, detrás de la cruz central, que era la más artística,
había un olivo enorme que, según cuenta la tradición, fue traído a Pedroche
desde Getsemaní por el arzobispo Moya y plantado por él mismo: en lo más alto
brillaba día y noche un sucio farol, que por la noche servía de guía a los
caminantes. En este lugar sagrado se ha reunido todo el ghetto judío. Visten
traje de gala y en medio del silencio de la noche un enorme corro formado por
jóvenes y ancianos lanzan piedras sobre Estrella, La muchacha había sido
condenada por el consejo de ancianos a morir lapidada, para servir de
escarmiento a otras jóvenes judías para que no cayeran seducidas por los
halagos de los cristianos.
Aquella
noche, Moisés, el padre exasperado, que había creído encontrar la satisfacción
en la muerte de su hija rebelde sacrificada, en su lugar solo encontró la más
terrible soledad.
Al
poco tiempo del fallecimiento de Estrella en el lugar del martirio apareció un
extraño rosal, pues dice la leyenda que sus hojas desprendían un intenso fulgor
antes del amanecer. Hasta ese lugar fue un día Aristeo con un azadón, con la
idea de trasplantar esa hermosa planta que tantos recuerdos le traía hasta el
jardín de su casa. Al primer azadonazo los pétalos de las rosas se iluminaron y
las corales semejaban lámparas encendidas; las hojas brillaban con más
intensidad y el rosal se convirtió en un ascua gigantesca, mientras desde las
raíces de la planta se escuchaba con toda claridad un suspiro.
En
ese instante los huesos de Estrella se juntaron en orden unos con otros, se
pusieron de pie y se revistieron de carne, mientras aparecía la joven con todo
su esplendor y lentamente se acercó hasta Aristeo, diciéndole “quiero recibir
el bautismo”. Entonces el joven se encamino hacia un pozo que había en un lugar
cercano llamado Fuente de la huerta de la
perra y llenó un puchero de agua. Regresó y con la misma bautizó a Estrella,
que después le extendió sus brazos y le besó diciéndole: “Hasta que nos veamos
en el cielo”. En ese momento, aquella esbelta figura que parecía una estatua de
alabastro iluminada se desmoronó y se apagó poco a poco, mientras que sus
ropajes se convertían en un montón de pavesas que se dispersaron con el viento.
Al
día siguiente, Aristeo empezó a sufrir unas fiebres altísimas, mientras por su
boca salían palabras inconexas, como: “el rosal está seco”, “forman el
esqueleto”, “su carne es pura”, “me pide el bautismo”, “sus ropas se convierten
en pavesas”, “se desintegra”… Y así estuvo el joven hasta que murió pocos días
después, recitando hasta su último instante aquellas locuras, ¿o eran verdades?
Texto y foto:
Francisco Sicilia Regalón