Viví en Roma un año. Y, siguiendo la obsesión analítica que los que me conocen saben se ha convertido a menudo en un lastre, en mis esporádicos regresos a la capital italiana he
ido diferenciando varios tipos de visitantes (muchos de ellos porque yo mismo
les he acompañado desde España para hacerles de cicerone en la Ciudad Eterna).
El turista básico (que llamo
"intensivo") visita el entorno del Coliseo y los Foros, el Vaticano y las plazas
más famosas del centro. De hecho, aunque la gente suele necesitar unos tres
días para hacer eso, si se conoce bien la forma de moverse por la ciudad puede
bastar jornada y media.
Distingo igualmente un segundo perfil: el que, por
alguna inquietud personal o afición al arte o la historia y mayor duración de su
estancia, se inmiscuye en lugares no tan comunes, como las basílicas, el Circo Massimo, la Villa Borghese o las
catacumbas. Es el extensivo.
Ambos son los que considero turistas, los que
hacen "tick" (sienten “ya
puedo decir que he visto tal o cual cosa”).
Por encima hay un tercer nivel, al que ya pasaré
a llamar no turista, sino viajero: su afán es cualitativo, pues busca la experiencia y lo
sugerente. Por eso desciende a las laderas de la isla del Tíber, pasea por las
zonas menos transitadas del Trastévere, compra fruta por la mañana en Campo di
Fiori (donde vuelve por la noche a tomar unas copas), se recrea en las conmovedoras vistas nocturnas de los Foros desde el
Capitolio, rebusca los palacios Spada y Pitti (para ver la galería de aquel y el espectacular
patio de este) y no se pierde, a pesar de la subida para la que ya no
hay autobús, el atardecer rojizo de Roma desde el monte Janícolo.
Pero hay un cuarto y rarísimo tipo, al que pertenezco. Porque siempre hay algo más allá, algo más auténtico, la esencia de todo lugar y todo viaje, que suele coincidir con los sitios con encanto que frecuentan los autóctonos. Por eso, en Roma llevo a la gente a comer pasta amatriciana o carbonara a Da Francesco, apenas a 300 metros de la Piazza Navona; restaurante ante el cual los señores mayores del barrio se bajan a la placita sillas y mesas de "camping" y juegan allí, en plena calle, al ajedrez.
Y luego, a tomar café a la Plaza de las Tortugas, muy cerca de la llamada via Portico d’Ottavia, en la que después nos adentramos en una fascinante tienda de chocolates de todo tipo y otra de souvenirs (esta sí) donde no sé cuánto descuento he llegado a sacar en sudaderas "regateando".... Y, si el tiempo acompaña y logro convencerlos, marchamos por la tarde a tomar el sol al monte Celio y alla sera a los locales de Testaccio. Otro día, a pasear con mochila a la espalda por la via Appia Antica y, cuando haya llovizna, a sumergirse en el silencio de un cementerio romántico ante la tumba de John Keats.
Pero hay un cuarto y rarísimo tipo, al que pertenezco. Porque siempre hay algo más allá, algo más auténtico, la esencia de todo lugar y todo viaje, que suele coincidir con los sitios con encanto que frecuentan los autóctonos. Por eso, en Roma llevo a la gente a comer pasta amatriciana o carbonara a Da Francesco, apenas a 300 metros de la Piazza Navona; restaurante ante el cual los señores mayores del barrio se bajan a la placita sillas y mesas de "camping" y juegan allí, en plena calle, al ajedrez.
Y luego, a tomar café a la Plaza de las Tortugas, muy cerca de la llamada via Portico d’Ottavia, en la que después nos adentramos en una fascinante tienda de chocolates de todo tipo y otra de souvenirs (esta sí) donde no sé cuánto descuento he llegado a sacar en sudaderas "regateando".... Y, si el tiempo acompaña y logro convencerlos, marchamos por la tarde a tomar el sol al monte Celio y alla sera a los locales de Testaccio. Otro día, a pasear con mochila a la espalda por la via Appia Antica y, cuando haya llovizna, a sumergirse en el silencio de un cementerio romántico ante la tumba de John Keats.
Ese es el auténtico viajero.
Y eso es lo que pretendemos que vivas con nosotros: conocer la auténtica Córdoba y disfrutar de la magia de la ciudad.
La magia de nuestra historia.
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