Si
las leyendas se forjan y perfilan con el tiempo, a base de añadidos en
distintas épocas y provenientes de diferentes culturas, la
mezquita-catedral de Córdoba es todo un cuento de hadas edilicio, un
muestrario vertical de los estratos del tiempo y la fe.
Y
es que durante mil quinientos años este emplazamiento ha sido entorno y
objeto de culto por parte de todas las civilizaciones que han pasado
por la ciudad, que con sus modificaciones lo han ido convirtiendo en un
auténtico agujero negro tanto de información histórica como de
espiritualidad.
Sin
olvidar la posible existencia en ese mismo lugar de un templo romano
previo, de lo que sí tenemos constancia es que la mezquita aljama
fue originalmente edificada sobre la basílica visigoda de San Vicente,
de la que una cata permite ver un mosaico. En los siglos sucesivos
sufrió un total de tres ampliaciones de la sala de oración, a las que
hubo que sumar, tras la reconquista de la ciudad en 1236, las
alteraciones cristianas.
La
polémica acerca de la conveniencia de estas últimas no es nueva, sino
que existió ya desde el mismo momento de la creación del “crucero”, y el
propio Carlos V, que en principio impulsó la obra, terminó acuñando la
famosa sentencia “habéis destruido algo que era único para poner algo
que se puede ver en todas partes”.
Sin
embargo, una perspectiva diacrónica y objetiva relativiza esta cuestión
al tener en cuenta que una de las opciones, según la mentalidad de la
época, habría sido destruir el edificio islámico. Además, parece que los
contrafuertes de la fábrica católica favorecieron la resistencia del
conjunto en el terremoto de Lisboa de 1755.
Por
ello, si bien personalmente, desde un punto de vista utópico no puedo
dejar de imaginar la grandeza de una Córdoba con su Mezquita intacta y
una esplendorosa catedral cristiana “exenta”, un enfoque realista, como
he dicho, nos aclara que recibimos la valiosa herencia de culturas que
decidieron no eliminarse por completo sino solaparse, respetándose unas a
otras a niveles poco habituales en aquel momento.
Y
además, a nivel fáctico, ¿qué importa? Se trata del mismo enclave
sagrado y el mismo Antiguo Testamento. ¿No son, a fin de cuentas, las
mismas piedras con distinto dueño? ¿No es el mismo Dios con distinto
nombre?
Teo Fernández
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