martes, 13 de noviembre de 2012

La casa de Dios

 

Si las leyendas se forjan y perfilan con el tiempo, a base de añadidos en distintas épocas y provenientes de diferentes culturas, la mezquita-catedral de Córdoba es todo un cuento de hadas edilicio, un muestrario vertical de los estratos del tiempo y la fe.

Y es que durante mil quinientos años este emplazamiento ha sido entorno y objeto de culto por parte de todas las civilizaciones que han pasado por la ciudad, que con sus modificaciones lo han ido convirtiendo en un auténtico agujero negro tanto de información histórica como de espiritualidad.

Sin olvidar la posible existencia en ese mismo lugar de un templo romano previo, de lo que sí tenemos constancia es que la mezquita aljama fue originalmente edificada sobre la basílica visigoda de San Vicente, de la que una cata permite ver un mosaico. En los siglos sucesivos sufrió un total de tres ampliaciones de la sala de oración, a las que hubo que sumar, tras la reconquista de la ciudad en 1236, las alteraciones cristianas.

La polémica acerca de la conveniencia de estas últimas no es nueva, sino que existió ya desde el mismo momento de la creación del “crucero”, y el propio Carlos V, que en principio impulsó la obra, terminó acuñando la famosa sentencia “habéis destruido algo que era único para poner algo que se puede ver en todas partes”.

Sin embargo, una perspectiva diacrónica y objetiva relativiza esta cuestión al tener en cuenta que una de las opciones, según la mentalidad de la época, habría sido destruir el edificio islámico. Además, parece que los contrafuertes de la fábrica católica favorecieron la resistencia del conjunto en el terremoto de Lisboa de 1755.

Por ello, si bien personalmente, desde un punto de vista utópico no puedo dejar de imaginar la grandeza de una Córdoba con su Mezquita intacta y una esplendorosa catedral cristiana “exenta”, un enfoque realista, como he dicho, nos aclara que recibimos la valiosa herencia de culturas que decidieron no eliminarse por completo sino solaparse, respetándose unas a otras a niveles poco habituales en aquel momento.

Y además, a nivel fáctico, ¿qué importa? Se trata del mismo enclave sagrado y el mismo Antiguo Testamento. ¿No son, a fin de cuentas, las mismas piedras con distinto dueño? ¿No es el mismo Dios con distinto nombre?
 
Teo Fernández

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