(Escrito con el que participé en el 2015 en el
Concurso de relato breve del Museo Arqueológico de Córdoba)
Era el
cortejo de los museos. La danza del amor en las galerías de arte.
Nos
mirábamos de soslayo o fingiendo casualidad, y nos deteníamos ante la misma
obra, simulando observarla, cuando en realidad estábamos pendientes el uno del
otro.
La
situación se prolongaba, en ocasiones absurdamente, hasta que uno de los dos
consideraba que ya había esperado bastante y se alejaba. Entonces,
andurreábamos por separado por la sala, aparentando prestar atención a otras
piezas, pero siempre pendientes de ante cuál reencontrarnos para contemplarla
también juntos.
Una
vez, al cruzarnos, incluso me dedicó una leve sonrisa...
Pero el
gran momento tuvo lugar ante la estatua de Afrodita: nos pusimos tan cerca que
nuestras manos, que colgaban junto a nuestras respectivas caderas, se rozaron
por las caras externas. Fue como un mensaje de la diosa del amor. Si ya había
tenido varias oportunidades para entablar conversación, aquella fue la ideal:
pero, una vez más, me paralizó la timidez.
Al
final, tras un largo rato de flirteo mudo por el museo, ella se marchó.
Mientras su silueta se alejaba, pude percibir en ella una postura de cierta
decepción, sin duda causada por mi falta de iniciativa para haberla abordado.
Esa
noche no pegué ojo. Me la pasé maldiciendo aquella indecisión y me prometí que
volvería allí, a buscarla, rezando para que fuese de Córdoba y tornase; y, si estaba
de paso en nuestra ciudad, para que por algún error de los dioses, del Universo
o de lo que sea que nos rija, reapareciese en el mismo lugar. ¿Acaso no había
ya conspirado esa Fuerza para que coincidiéramos la primera vez?
Y, a
fin de cuentas, era lo único que podía hacer: Esperarla.
Así, cada
día, a la misma hora, yo regresaba a nuestro fugaz nido de amor. Repetía la
misma luz del crepúsculo ante la que habíamos coqueteado en silencio y veía
desplazarse las mismas sombras según iba cayendo el sol, como si fuesen las
particulares agujas del reloj del edificio. Todo ello ante la inexcrutable
mirada de Afrodita.
Empecé
a saberme el museo a pies juntillas. Memoricé, sin pretenderlo, las cartelas de
las piezas de mi alrededor. Llegué a reconocer el sonido de los pasos de cada
vigilante, las edades de los colegios en función del griterío que se escuchaba
a su llegada y los distintos olores (en algunos casos no muy agradables) de los
turistas de cada país.
Pero
ella no volvía. Así que, por si acaso, empecé a pasar cada vez más tiempo allí,
hasta consumar la jornada completa. Era lo único que podía hacer: Esperarla.
Los
trabajadores de la institución se habituaron a mi presencia. Llegó un momento
en el que no me saludaban, pues me confundían con una pieza más de la
colección. Por lo cual también dejaron de obligarme a marchar al cerrar el
edificio. Y comencé a pasar las noches en el mismo.
Todo
por ella. Siempre aguardando junto a la Afrodita que había unido, aunque fuese
tan fugaz como levemente, nuestras manos. La Afrodita que, por algún tipo de
milagro pagano, la traería de vuelta algún día. Por eso yo no debía alejarme de
allí...
Los
visitantes me veían tan integrado en el entorno que empezaron a creer que yo
era una estatua y buscaban a mi alrededor una cartela descriptiva. Los
museólogos, a cuyos oídos había llegado mi historia, decidieron colocarme una: Hombre esperando por amor. Finales del siglo
XX. Procedencia desconocida. El nombre era más típico de un museo de arte
contemporáneo, pero resultaba tan adecuado que, como buena estatua, no
rechisté.
Incluso
las limpiadoras me quitaban el polvo. Y no voy a negar que me venía bien, tras
tanto tiempo sin moverme del lugar. La cosa me gustó menos cuando un
restaurador planteó hacerme algún arreglo... Afortunadamente, la reforma quedó
en corte de pelo, afeitado y manicura, todos ellos celebrados por mi parte,
pensando siempre en el ansiado reencuentro. Porque yo seguía esperándola.
Empecé
a calcificarme y a sentirme cada vez más indentificado con las esculturas.
¡Quizá el origen de todas ellas había sido el mismo! Quizá ellas algún día
también esperaron a un amado. Por eso le propuse a Afrodita un trato para que
trajese de vuelta a la mía. Le prometí llenar también su vacío buscándole un
buen Ares. Un Ares que estuviese vivo y coleando. Pero el proyecto no le convenció.
Así que
allí seguí...
Hasta
que al final, debido a mi tan romántica como perenne inmovilidad, me convertí
en estatua. En una aguja más del reloj; en este caso, con un mecanismo
impulsado por el amor. Y mi historia pasó a ser otra sombra de los atardeceres
del museo.
Con una
nueva cartela que rezaba un nuevo nombre: Amor
eterno convertido en piedra.
Teo Fernández Vélez
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