lunes, 21 de marzo de 2016

GarabaTEOs (IX): El reloj de amor




(Escrito con el que participé en el 2015 en el
Concurso de relato breve del Museo Arqueológico de Córdoba)



Era el cortejo de los museos. La danza del amor en las galerías de arte.


Nos mirábamos de soslayo o fingiendo casualidad, y nos deteníamos ante la misma obra, simulando observarla, cuando en realidad estábamos pendientes el uno del otro.


La situación se prolongaba, en ocasiones absurdamente, hasta que uno de los dos consideraba que ya había esperado bastante y se alejaba. Entonces, andurreábamos por separado por la sala, aparentando prestar atención a otras piezas, pero siempre pendientes de ante cuál reencontrarnos para contemplarla también juntos.

Una vez, al cruzarnos, incluso me dedicó una leve sonrisa...


Pero el gran momento tuvo lugar ante la estatua de Afrodita: nos pusimos tan cerca que nuestras manos, que colgaban junto a nuestras respectivas caderas, se rozaron por las caras externas. Fue como un mensaje de la diosa del amor. Si ya había tenido varias oportunidades para entablar conversación, aquella fue la ideal: pero, una vez más, me paralizó la timidez.


Al final, tras un largo rato de flirteo mudo por el museo, ella se marchó. Mientras su silueta se alejaba, pude percibir en ella una postura de cierta decepción, sin duda causada por mi falta de iniciativa para haberla abordado.


Esa noche no pegué ojo. Me la pasé maldiciendo aquella indecisión y me prometí que volvería allí, a buscarla, rezando para que fuese de Córdoba y tornase; y, si estaba de paso en nuestra ciudad, para que por algún error de los dioses, del Universo o de lo que sea que nos rija, reapareciese en el mismo lugar. ¿Acaso no había ya conspirado esa Fuerza para que coincidiéramos la primera vez?


Y, a fin de cuentas, era lo único que podía hacer: Esperarla.


Así, cada día, a la misma hora, yo regresaba a nuestro fugaz nido de amor. Repetía la misma luz del crepúsculo ante la que habíamos coqueteado en silencio y veía desplazarse las mismas sombras según iba cayendo el sol, como si fuesen las particulares agujas del reloj del edificio. Todo ello ante la inexcrutable mirada de Afrodita.


Empecé a saberme el museo a pies juntillas. Memoricé, sin pretenderlo, las cartelas de las piezas de mi alrededor. Llegué a reconocer el sonido de los pasos de cada vigilante, las edades de los colegios en función del griterío que se escuchaba a su llegada y los distintos olores (en algunos casos no muy agradables) de los turistas de cada país.


Pero ella no volvía. Así que, por si acaso, empecé a pasar cada vez más tiempo allí, hasta consumar la jornada completa. Era lo único que podía hacer: Esperarla.


Los trabajadores de la institución se habituaron a mi presencia. Llegó un momento en el que no me saludaban, pues me confundían con una pieza más de la colección. Por lo cual también dejaron de obligarme a marchar al cerrar el edificio. Y comencé a pasar las noches en el mismo.


Todo por ella. Siempre aguardando junto a la Afrodita que había unido, aunque fuese tan fugaz como levemente, nuestras manos. La Afrodita que, por algún tipo de milagro pagano, la traería de vuelta algún día. Por eso yo no debía alejarme de allí...


Los visitantes me veían tan integrado en el entorno que empezaron a creer que yo era una estatua y buscaban a mi alrededor una cartela descriptiva. Los museólogos, a cuyos oídos había llegado mi historia, decidieron colocarme una: Hombre esperando por amor. Finales del siglo XX. Procedencia desconocida. El nombre era más típico de un museo de arte contemporáneo, pero resultaba tan adecuado que, como buena estatua, no rechisté.


Incluso las limpiadoras me quitaban el polvo. Y no voy a negar que me venía bien, tras tanto tiempo sin moverme del lugar. La cosa me gustó menos cuando un restaurador planteó hacerme algún arreglo... Afortunadamente, la reforma quedó en corte de pelo, afeitado y manicura, todos ellos celebrados por mi parte, pensando siempre en el ansiado reencuentro. Porque yo seguía esperándola.


Empecé a calcificarme y a sentirme cada vez más indentificado con las esculturas. ¡Quizá el origen de todas ellas había sido el mismo! Quizá ellas algún día también esperaron a un amado. Por eso le propuse a Afrodita un trato para que trajese de vuelta a la mía. Le prometí llenar también su vacío buscándole un buen Ares. Un Ares que estuviese vivo y coleando. Pero el proyecto no le convenció.


Así que allí seguí...


Hasta que al final, debido a mi tan romántica como perenne inmovilidad, me convertí en estatua. En una aguja más del reloj; en este caso, con un mecanismo impulsado por el amor. Y mi historia pasó a ser otra sombra de los atardeceres del museo.


Con una nueva cartela que rezaba un nuevo nombre: Amor eterno convertido en piedra.


Teo Fernández Vélez
(Todos registrado y protegido por la Ley de Propiedad Intelectual)
 

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