En esta ocasión, tanto el mito como el personaje que hay detrás
del signo zodiacal son poco conocidos. No es, como viene siendo habitual, alguna
divinidad olímpica de renombre –Atenea, por ejemplo- o alguna de sus historias.
No, para situar a la divinidad que se esconde tras el signo hay que remontarse
a una época más antigua que el mismo Zeus.
En una época muy,
muy lejana, cuando Cronos reinaba, dioses y hombres convivían en total armonía.
Hesíodo (Trabajos y días 110-122)
describe a los hombres de esta época viviendo como dioses, “con el corazón
libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria; y no se cernía sobre ellos la
vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos,
se recreaban con fiestas ajenos a todo tipo de males”. Esta época es conocida
como la Edad de Oro.
Aparte de esta
eterna felicidad, los hombres pertenecientes a esta dorada estirpe se
caracterizaban por estar en completa paz entre ellos y respetar a los dioses.
Por ello, Astrea –más conocida como Dike (Justicia)-, hija de Zeus y Temis,
paseaba entre ellos y habitaba con ellos. Sin embargo, cuando las diferentes
estirpes se fueron sucediendo y degenerando (oro > plata > bronce >
héroes > hierro), la guerra, la injusticia y los males fueron ganando terreno,
esta divinidad se alejó al monte. Pero cuando las guerras y las disensiones se
produjeron entre los hombres, ella, “sintiendo odio de su absoluta injusticia”
(Eratóstenes, Catasterismos 9), se
marchó al Olimpo. Allí se convirtió en Virgo.
Es nuestro mitógrafo de cabecera,
Eratóstenes, quien describe la posición de las estrellas de Virgo:
“Sobre la cabeza tiene una estrella, de
brillo escaso; <en> cada hombro, una; <en> cada ala, dos (la que se
halla en el ala derecha, <entre> el hombro y el extremo del ala, recibe
el nombre de Vendimiadora); <en> cada codo, una; <en> la punta de
cada mano, una (la estrella brillante que está en la izquierda se llama
Espiga); en la orla de la túnica, <seis> [, una de brillo escaso];
<en> cada pie, una: en total, veinte” (traducción de José B. Torres
Guerra).
Dámaris Romero
Profesora de Filología Clásica de la UCO
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