miércoles, 2 de enero de 2013

El "otro" viaje de Tolkien


Pocas cosas nos resultan ajenas cuando leemos (o vemos) a Tolkien. Desde las razas y especies a las que pertenecen sus personajes hasta el valor mágico-simbólico de los objetos (espadas, anillos), pasando por la revalorización de las virtudes clásicas,  la dicotomía bien-mal o la apología del mundo rural.

Todo ello se debe a que los mitos en general y los nórdicos en particular nutrieron directamente las obras de este profesor universitario de lengua y lieratura inglesas nacido en Sudáfrica. Y al mismo tiempo estos nuevos relatos nacidos de su pluma resultan tan imperecederos como aquellas historias, pues todos comparten una elevadísima carga de significado que les otorga actualidad y vigencia eternas.

No casualmente, fue en una época que añoraba el Romanticismo del XIX y su revalorización de la fantasía y las leyendas (podríamos decir que se tenía algo así como "nostalgia de la nostalgia"), cuando J.R.R. Tolkien (1892-1973) creó su mágico universo personal. Y lo hizo a través de unos relatos escritos originalmente para sus hijos que conformaron El Hobbit y que resultaron del agrado de una editorial, siendo por ello a la postre el germen del futuro El Señor de los Anillos.

Dentro del inicialmente mencionado grupo de elementos e ideas recurrentes me llama especialmente la atención el hecho de que en ambas obras, cual epopeyas clásicas, todo sucede en un viaje inesperado, que en el fondo es iniciatico, pues es el viaje en busca de uno mismo (aunque sea involuntario). Un viaje que además resulta catalizador no solamente del previsible cambio personal, sino también del universal, responsabilidad esta que inevitablemente crea profundos dilemas internos en quien lo realiza.

Por otro lado, las adaptaciones cinematográficas (como la que se encuentra actualmente en cartelera y que motiva estas líneas) han puesto su grano de arena a la grandeza del ciclo tolkiano. Y lo han hecho definiendo una estética tan digna que ha obrado un casi inaudito milagro: que los fans de las novelas de Tolkien resulten igual de fascinados (o más) por los correpondientes films.

Así las cosas, hay que decir que la historia de El Hobbit no llega al nivel de madurez compositiva de El Señor de los Anillos, de la que resulta casi el ensayo previo. Y quizá por ello tampoco lo hace la película, que se regodea en ese toque infantil de sus destinatarios originales. Sin embargo, no solamente es igual de recomendable como cinta, sino que el viaje de Bilbo también contribuye a una conclusión tan romántica y universal como cualquier mito en sí mismo: la mayoría de las cosas interesantes suceden fuera de casa.

Teo Fernández

No hay comentarios:

Publicar un comentario